Luis H.
Agudelo Cano, Colombia
SARDINOS
QUE EMBELLECEN CADAVERES
El cuerpo de un drogadicto asesinado permanece boca arriba, con
el tórax abierto y la mirada fija en los estudiantes que
lo observan. El profesor desliza el escalpelo y habla de la necesidad
de cercenar los órganos para impedir que el cadáver
acumule gases. Cuarenta muchachos, entre los dieciséis
y los veinte años, siguen la agitación del bisturí
con los ojos irritados por el formol.
Para la mayoría es la primera lección práctica,
desde cuando comenzaron a estudiar Tanatopraxia, un programa académico
único en América Latina que consiste en embellecer
difuntos y disponerlos para los entierros.
El instructor escudriña las extremidades en busca de las
arterias e inyecta en ellas una solución química
que tensa los músculos y preserva los tejidos, justo lo
suficiente para que la familia del occiso alcance a velarlo sin
tener que soportar el hedor de la descomposición.
En la sala hay 41 personas, y salvo el profesor, el cadáver
y siete estudiantes hombres, las demás son mujeres, todas
alumnas egresadas de colegios del Valle del Aburrá en noviembre
pasado, que por esas vainas de la guerra terminaron acostumbradas
a ver el rostro de la muerte en las esquinas de los barrios, en
medio de las balaceras en las que muchas perdieron a sus padres,
hermanos, amigos, vecinos, tíos, compañeros de salón...
Se encontraron allá, dice una menor de edad, queriendo
estudiar una cosa que no le cabe al resto del mundo en la cabeza.
Porque, cómo es eso de que jovencitas así, con toda
la vida por delante, se ponen a aprender sobre arreglo de cadáveres,
como si ya no tuvieran bastante con los muertos que caen en las
cuadras donde viven.
La sorpresa para ellas y para las directivas del Tecnológico
de Antioquia es que, contrario a lo que se esperaba, las más
entusiastas con el programa iniciado este semestre resultaron
ser las mujeres, peladitas que se las ingeniaron para persistir,
a pesar de los reclamos de sus familias, que aún insisten
que estudien otra cosa más decente, menos azarosa.
Las motivaciones de cada una no son, digamos, fáciles de
explicar. Algunas de ellas, incluso, lloran contando por qué
decidieron aprender algo tan raro. Y aunque en principio no lo
parezca, esas razones tienen que ver más con la vida que
con la muerte, así muchas de ellas se hayan decidido debido
a la persistencia en su memoria de ciertos cadáveres a
los que el tiempo aún no les hace levantamiento.
Testimonio
La historia de Lina, por ejemplo, no la conocen sus compañeras.
Ella, dice, prefiere mantener el episodio en secreto porque aún
le duele.
Lo que pasó fue que a su papá, un vendedor de ventiladores
en el Nordeste, lo asesinaron por robarle el surtido de mercancía
y lo dejaron tirado en una cuneta de la carretera entre Segovia
y Remedios.
Su familia contrató al dueño de una funeraria para
que recogiera el cuerpo y lo trajera de vuelta. Lina y su mamá
debieron hacer el viaje e identificar el cadáver, descompuesto
hasta tal punto por el calor y la humedad que el tipo de la funeraria,
curtido en el oficio, tuvo que descargar diez frascos de café
instantáneo sobre la carne para frenar la putrefacción
y disipar el hedor.
Durante el trayecto de regreso, acosadas por la imagen desfigurada
del hombre, las dos mujeres permanecieron en silencio, sedadas
por una tristeza tan grande que nada, ni el movimiento del carro
en los huecos de la carretera, una trocha amarilla de pantano
y cascajo, lograba hacerles decir una palabra.
Sólo en Bello, próximos a la casa, Lina despertó
de aquel mutismo de horas y preguntó cómo carajos
iban a hacer para limpiar a su padre antes de que pudieran verlo
sus dos hermanos menores, su abuela, los tíos y los vecinos.
Ella, dijo, no iba a permitir que lo llevaran así a la
velación, mugroso de sangre y ripio de café.
Entonces el tipo de la funeraria le explicó el método
que seguirían con el cuerpo y la manera como lo limpiarían.
El trabajo fue tan artístico que, cuenta Lina, hasta los
rastros de la descomposición se le borraron del rostro
y nadie más en la casa tuvo que lidiar con la imagen grotesca
que ella y su mamá no logran borrar aún.
Desde entonces, admite la sardina, le entró una obsesión
por el arreglo de cadáveres que cuando supo que iban abrir
ese programa en el Tecnológico, se presentó de una,
sin pensarlo. Es, dice ella, un intento por saldar rencores con
la vida e intentar hacer lo mismo por otras personas, cuyos parientes
promete entregar tan organizados y bonitos que la marca de la
muerte no sea visible.
Y claro, no es que a los alumnos del Tecnológico le hayan
ocurrido dramas familiares, debido a los cuales escogieron la
Tanatopraxia como campo profesional.
Lo curioso es que todos los muchachos sienten que lo que están
estudiando puede ser una oportunidad maravillosa para cambiar
la barbarie de la ciudad, ¿cómo diablos?